Granada, ciudad «Enterrazada»
Cuenta la leyenda que había una vez una ciudad, que podría recorrerse de norte a sur y de poniente a levante, de velador en velador, sin tener que echar pie a tierra; una ciudad cuyas plazas más hermosas, sus rincones más recoletos, sus calles más emblemáticas y sus pasajes más intimistas, se encontraban invadidos por mesas, sillas estufas y sombrillas, de tabernas, bares, pubes y restaurantes, haciendo imposible un tránsito peatonal normal y mucho menos el disfrute de esos espacios, por la ciudadanía que paga religiosamente sus impuestos municipales y que al fin y a la postre es, o mejor dicho, era, la dueña de su ciudad.
Seguía relatando la leyenda, que cualquiera que osara poner en cuestión semejante atropello y privatización encubierta del espacio público, era inmediatamente anatemizado como enemigo de la economía de aquella ciudad, que parecía circunscribirse exclusivamente a la hostelería más depredadora, menos sostenible, más excluyente y menos empática.
Relatan los más viejos del lugar, como hubo un tiempo, donde mayores, jóvenes, niños, hombres y mujeres, podían pasear y disfrutar de la belleza intrínseca de plazas como las de San Nicolás, Pasiegas, Bibarambla, Trinidad, Pescadería, Campo Verde, Universidad, Carlos Cano, Santo Domingo, Campillo, o recorrer relajadamente calles recoletas como el Paseo de los Tristes, Navas, entorno de la Catedral, Ganivet, Reyes Católicos, perpendiculares a Elvira, etc, etc… Como en esas zonas, los vecinos podían abrir ventanas y balcones cuando llegaba la primavera y el verano y recibir el fresco de la noche y la madrugada en salones y dormitorios. Aquellos tiempos fenecieron el día en que la hostelería se convirtió en la tirana económica de esta ciudad, donde cuestionar esa grosera ocupación de lo que es de todos, se consideró poco menos que algo propio de malos granadinos.
Mientras la ciudadanía ha dado todo un ejemplo de solidaridad, admitiendo sin rechistar que los veladores y las sillas invadieran (aún más) sus calles y plazas, para evitar que la pandemia se llevara por delante muchos bares y restaurantes, la voracidad del sector no ha dejado de aumentar, y lo que fue una situación de ocupación excepcional de vía pública, se ha convertido por buena parte del sector, en un derecho adquirido, cuyo cuestionamiento, por razonable que sea, supone el automático y furibundo ataque de hosteleros de todo pelaje y condición, hacia quienes se oponen a tan obscena privatización del espacio público.
Me pregunto con absoluta perplejidad ¿Cuándo hemos vendido nuestras aceras a los bares y restaurantes?, ¿Cuándo han consultado los invasores a los ciudadanos?, ¿Estamos ante una «okupación» por la vía de los hechos consumados? y no menos importante ¿Cómo están actuando los ayuntamientos al respecto?
Cada día vemos cómo crece exponencialmente la oferta de las terrazas con asentamientos perpetuos de los establecimientos de restauración, que colonizan las aceras, plazas y bulevares, allá dónde hay turismo o simplemente consumidores. Es tal su voracidad que han invadido todo el espacio útil, dejando en un segundo plano la necesidad de circular de los peatones.
Caminar por las aceras de Granada es cada vez más complicado. Entre las obras, la masificación y la invasión del espacio público por veladores, sillas y todo tipo de cachivaches, pretender trasladarse a pie, por según que zonas de esta ciudad, es poco menos que misión imposible. ¿Imaginan lo difícil que tiene que ser desplazarse por Granada para personas invidentes, padres y madres con carritos, personas mayores, o simplemente gente con algún tipo de problema de movilidad.
Cualquier rincón, por absurdo que pueda parecer, vale para poner unas cuantas mesas y montar una terraza que impide nuestro libre deambular. No importa si se obstaculiza el paso, o se invaden zonas que deberían utilizarse para permitir el tránsito y mucho menos que se deteriore gravemente la belleza y el encanto que tienen determinados espacios de esta maravillosa Granada, cuando no son invadidos por esa actividad.
El terracismo desaforado avanza cada vez más rápido y desgraciadamente como no hagamos algo y lo hagamos ya, esta práctica nos puede llevar a sufrir un auténtico infarto urbano.
Después de que los anteriores responsables municipales del bipartito Ciudadanos-PP, se hicieran literalmente los suecos en este asunto, es cierto que el actual equipo de Gobierno parece haber puesto en pared y ha tramitado en la recta final del año, 58 expedientes de retirada de terrazas a establecimientos de hostelería por distintas casuísticas, notificando además, las tres primeras retiradas de licencias para los reincidentes por faltas muy graves y también que se ha decretado una zona de exclusión de terrazas para calles como Alcaicería, Alhóndiga, Arco de las Cucharas, Ermita, Estribo, Libreros, López Rubio, Mesones, Oficios, Paños, Pie de la Torre, Príncipe, Puentezuelas, Salamanca, Tinte, Zacatín, Pasaje de la Ermita, Placeta del Santo Cristo y de la Seda y las plazas de Los Lobos, del Carmen y de Santa Ana, en el entorno del Pilar del Toro. Pues bien, a pesar de todo, queda mucho trabajo por hacer.
Entiendo que no es fácil encontrar el equilibrio adecuado entre actividad hostelera y respeto al espacio urbano libre de obstáculos. Imagino que nuestro alcalde mataría por encontrar la fórmula matemática que informara, sin lugar a dudas, de cuál es la distribución más conveniente. Supongo entonces que se trata de estudiar a detalle, caso a caso, cada plaza y cada espacio, haciendo jugar a la vez criterios ciudadanos, arquitectónicos, de funcionalidad, económicos, estéticos y de puro sentido común.
Probablemente una ordenanza municipal no funcionaría para esto si intenta cubrir con mismos criterios una ciudad completa, hay que zonificar, estudiar con detalle y hablar con todos… Pero hacerlo ya, antes de que se agote la sufrida paciencia de quienes están al borde de echarse al monte.
Es verdad que son las autoridades quienes deben poner coto a este abuso, pero no lo es menos que nosotros, como consumidores, también debemos reflexionar sobre este asunto y ser conscientes de lo que está ocurriendo, porque somos parte del problema, pero también de la solución.